Como ha ocurrido en la economía y por razones muy similares, las instituciones políticas del país están sufriendo un proceso degenerativo que les impide funcionar bien. Al hacerse cada vez más difícil mantenerse a flote en una sociedad en que la mitad, quizás más, de la población ya se ve sumida en la pobreza, los políticos, abrumados por problemas socioeconómicos que no saben solucionar, se sienten sin más alternativa que la de privilegiar sus propios intereses y aquellos de sus familiares y amigos. No sorprende, pues, que la legislatura bonaerense actúe como una especie de sanguijuela enorme que se alimenta de la población del distrito depauperado que supuestamente sirve.
Lo mismo que sus equivalentes de otras provincias y de muchas municipalidades, la institución “honorable” se ha acostumbrado a dar prioridad a la recaudación del dinero, mucho dinero, que necesita la política -es decir, los políticos y sus socios- para cubrir sus gastos. Puesto que los senadores y diputados provinciales no quieren aumentar formalmente sus ingresos, ya que en tal caso tendrían que justificar una medida que sería criticada por todos, prefieren conseguir de otra manera los fondos que juran precisar para permitirles cumplir como corresponde con sus deberes democráticos.
Hay cierto parecido entre el método recaudador elegido por la vicepresidenta Cristina Kirchner y sus laderos y la de los políticos bonaerenses. Consiste en favorecer a personas determinadas para entonces obligarlas a devolver un porcentaje, a veces sustancial, de lo concedido. Pueden hacerlo fingiendo ocupar habitaciones en hoteles que quedan vacías o arreglándoselas para que un puntero se apodere de buena parte de los salarios de los ñoquis, vivos o muertos, que le responden, modalidad ésta que quedó expuesta en La Plata cuando policías mal informados detuvieron a un sujeto con medio centenar de tarjetas de débito que empleaba para retirar dinero del cajero automático de una sucursal céntrica del Banco Provincia. Demás está decir que el hombre, Julio “Chocolate” Rigau, fue liberado pronto por orden de jueces que no encontraron nada malo en lo que hacía. Parecería que en su opinión era perfectamente normal que un puntero retirara dinero de las cuentas de sus subordinados.
Con escasas excepciones, los representantes del pueblo que ocupan bancadas en la legislatura entienden que no les convendría violar el pacto de silencio que protege el sistema que tanto los beneficia. Para ellos, la solidaridad empieza por casa. Aunque hubiera sido de suponer que Javier Milei, el enemigo mortal de “la casta” política, aprovecharía enseguida lo ocurrido para denunciar con furia la corrupción que a su juicio y el de muchos otros es una de sus características más notables, prefirió pasarlo por alto. Tampoco se apuró a manifestar su indignación por lo sucedido Patricia Bullrich; no le convendría enojar a integrantes de su propio partido o a radicales que la creen una ultraderechista. Uno de los pocos políticos que sí se animaron a romper filas resultó ser Ricardo López Murphy, un hombre que tiene la costumbre desconcertante de tomar muy en serio los principios que reivindica; firmó un escrito en que pide “ir hasta las últimas consecuencias para desmantelar los entramados de corrupción que degradan a nuestro sistema democrático y perjudican a nuestros ciudadanos”.
Andando el tiempo, otros políticos comenzaron a expresar su desazón por la voluntad de la mayoría de sus pares de tratar el asunto como una anécdota insignificante, con la esperanza de que a nadie se le ocurriría intentar investigarlo, pero desgraciadamente para ellos, el “escándalo de las tarjetas” ya forma parte del folklore político nacional.
Huelga decir que la Argentina dista de ser el único país en que la política es un negocio muy lucrativo. En todas partes hay corruptos que cuentan con la complicidad, activa o pasiva, de colegas que son presuntamente honestos pero que, por lealtad corporativa o lo que fuera, optan por tolerar su conducta. En países democráticos de Europa. América del Norte y Asia Oriental, abundan los personajes, de los cuales algunos son internacionalmente célebres, que han logrado acumular fortunas impresionantes aprovechando las oportunidades que les brinda su oficio. Algunos lo han hecho con medios lícitos, pero también hay otros, como el poderoso senador demócrata Bob Menéndez en Estados Unidos, que no han vacilado en violar no sólo las normas sino también las formas, de ahí el escándalo más reciente que tiene en vilo al mundillo político norteamericano en que se cuentan por docenas los senadores y diputados que, de un modo u otro, han sabido transformarse en multimillonarios. Uno que está bajo sospecha de enriquecerse ilícitamente es el presidente Joe Biden.
Sea como fuere, mientras que en países prósperos los voceros de la clase política local pueden decir que todos sus miembros, incluyendo a los principiantes, merecen vivir bien porque aportan mucho al bienestar común, aquí no les es dado justificar de la misma manera la conducta de quienes viven de la política porque el consenso es que, en su conjunto, los políticos son responsables de la ruina del país. Mientras que en el mundo desarrollado la corrupción suele tomarse por un tema de importancia limitada que no incide demasiado en la calidad de vida del grueso de la ciudadanía, en países en que todo parece funcionar tan mal que resultan ser incapaces de progresar, es legítimo considerarla una de las causas fundamentales de un fracaso que afecta a casi todos.
La razón por la que casi todos los políticos han guardado silencio ante un episodio tan escandaloso como el protagonizado por Chocolate es sencilla; están involucrados integrantes no sólo de las distintas variedades del peronismo, en especial la de Sergio Massa, sino también radicales, miembros de Pro y, a buen seguro, hombres y mujeres que están procurando subir al carro tirado por Milei. A pocas semanas de las elecciones, quienes están compitiendo por la presidencia no quieren correr los riesgos que les supondría un nuevo terremoto político, con las renuncias, juicios y vaya a saber qué más que podría desatar un caso con tantas ramificaciones. Es por lo tanto lógico que la mayoría de los miembros de la gran familia política se hayan aferrado a la ley mafiosa de omertà; saben que, en el corto plazo por lo menos, virtualmente nadie estaría en condiciones de sacar mucho provecho de lo sucedido, razón por la cual les sería mejor tratar de encubrirlo con un manto de silencio.
Aunque a juzgar por lo que dicen las encuestas la mayoría cree que la corrupción es uno de los problemas más urgentes del país y que está detrás de su incapacidad evidente para salir del pantano viscoso en que está hundiéndose, los políticos suelen ser reacios a combatirla. Además de saber muy bien que una purga auténtica podría perjudicar a aliados y amigos, razón por la cual se sienten constreñidos a cerrar los ojos, hasta los más escrupulosamente honestos entienden que en cualquier momento ellos mismos podrían ser víctimas de una campaña de falsedades.
En efecto, es tan fea la reputación de los políticos en su conjunto, y son tantos los jueces que están dispuestos a subordinar la ley a los intereses de sus padrinos políticos, que todos son conscientes de que procurar defenderse contra acusaciones maliciosas les sería virtualmente imposible. Sucede que el “lawfare” no es, como dicen Cristina Kirchner y Jorge Bergoglio, algo usado solamente por “la derecha” para hostigar a gobiernos populares, ya que desde hace años ha sido una de las armas predilectas de grupos que se afirman progresistas que la usan para incomodar a gobiernos conservadores acusándolos de violar acuerdos internacionales.
Puede que pocos estén realmente convencidos de que todos los políticos son igualmente corruptos, pero lo difícil que es distinguir entre aquellos que jamás soñarían con adueñarse de ningún bien ajeno aun cuando les sería fácil hacerlo y los delincuentes empedernidos, hace más comprensible el impacto relativamente limitado que han tenido las desgracias jurídicas de Cristina. Aunque a esta altura no cabe duda alguna de que la vicepresidenta ha sido culpable de una multitud de delitos de corrupción, entre ellos los que le supusieron la condena, que aún es apelable, a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, los kirchneristas que la defienden no se creen cleptócratas explícitos sino personas ecuánimes que consideran que es muy injusto discriminar en contra de su jefa que, en su opinión, a lo sumo exageraba un poco sin por eso cometer crímenes peores que los perpetrados por otros políticos.
Asimismo, el que, al mermar el poder político de Cristina, se haya redoblado la ofensiva judicial que amenaza con poner un fin definitivo a su carrera pública espectacular, hace pensar que en última instancia todo depende del nivel de apoyo que tengan los acusados de apropiarse de fondos públicos. Parecería que aquí los más poderosos siguen ubicándose por encima de la ley y que nada significante sucederá hasta que sea condenado y encarcelado un dirigente que permanezca sumamente popular.